Inmaculada mujer (8D)
Hasta no hace tanto tiempo los pensadores sostenían que en el varón estaba suficientemente representado todo lo humano, incluso lo femenino. Aun entre los cristianos, ya que, a pesar del mensaje bíblico –“Dios crea al hombre, varón y hembra lo crea”‑ se partía consciente o inconscientemente del supuesto pagano de que en lo masculino se sublimaba aún lo femenino y que en el primero existía toda la riqueza que podía caber en lo segundo.
La mujer ‑por ejemplo para la tradición griega‑ no era sino una versión disminuida de lo humano respecto al varón.
Hoy hasta la más extrema evidencia y en continuidad con la auténtica tradición bíblica se sabe que lo femenino cuenta con riquezas particulares que el varón no posee y que lo humano, para ser perfecto, aún desde el punto de vista pedestremente genético, debe complementarse en la riqueza relacional y sumatoria de ambos sexos.
El axioma teológico propuesto tempranamente por San Atanasio contra el arrianismo: ‘quod no assumitur, non redimitur' –‘lo que no es asumido no es redimido'- había sido sucesivamente utilizado para defender contra los arrianos y monofisitas la humanidad plena de Cristo –alma y cuerpo- y, luego –contra los monotelitas- la existencia, en Él, de voluntad y libertad humanas.
Del mismo modo, a partir del concepto actual de la mujer, podría decirse que, si lo femenino no fuera de alguna manera asumido por el Verbo, ella no hubiera sido redimida.
Pero aquello que es negatividad, carencia, falta de perfección, inacabamiento, en el inconsciente colectivo, arquetípico, es percibido positivamente como ‘mancha' o ‘mácula' o ‘suciedad'. Bien lo ha estudiado el filósofo protestante francés fallecido en el 2005 Paul Ricoeur.
“Me siento sucio”; “me manché”, sostenemos cuando hemos cometido una acción que consideramos no corresponde a nuestros principios, a nuestro honor, a las metas que nos habíamos propuesto.
Precisamente el pecado, no como acto sino como hábito, consiste no en una suciedad ‘real' que pudiera insertarse en algún pliegue del ser humano, sino en la carencia de la gracia, de lo sobrenatural para lo que hemos sido creados. Nuestro ‘estado de pecado' no es una deformidad ‘añadida', sino una privación, que se mide no respecto a cualquier lugar o tiempo del pasado ‑que no puede ser sino embrional, en crecimiento, no un estado perfecto del cual hubiéramos caído‑ sino desde la perspectiva del fin paradigmático y sublime al cual hemos sido llamados. El estado de pecado, la ‘mácula', es aquello que deberíamos tener para ser verdaderamente hombres y no tenemos; aquello que tendríamos que ser y aún no somos.
Cristo Jesús jamás estuvo en ese estado carencial ya que, desde su concepción en el seno de María, estuvo unido hipostáticamente al Verbo y, por tanto, dotado de la plenitud de la gracia, tanto de la individual como la que debía tener como cabeza de la nueva Humanidad –la ‘gratia cápitis', dirían los teólogos‑.
El dogma de la Inmaculada o Purísima Concepción de María nos dice que algo paralelo sucedió en Ella, la Mujer –como la llama Juan, tanto en su relato de las bodas de Caná como al pie de la Cruz‑.
La expresión gramaticalmente negativa de ‘exenta de pecado original' tiene que entenderse, pues, positivamente como ‘plena de gracia desde su Concepción'. Novedad absoluta que no poseemos el resto de los hijos de Eva en nuestra innata condición de seres naturalmente ‘des-graciados', porque carentes de esa gracia que Dios quiere darnos y que solo podemos alcanzar mediante la ‘justificación' de la fe, don de Dios a través de Cristo y de María.
Ahora sí, Ella, María, es la Mujer nueva, a la manera que Cristo es el nuevo varón. Ambos, el Hombre Nuevo.
La inteligencia plena de la Pascua se alcanza en la proclamación de este maravilloso dogma que de una manera u otra estuvo constante e implícitamente presente en la fe de la Iglesia.
Dogma tanto más oportunamente proclamado por Pio IX en 1854 cuanto el protestantismo, volviendo inconscientemente a antiguas concepciones maniqueas de lo femenino, había desvalorizado, en la inteligencia de la Redención, el papel de María. Y tanto más cuando un falso ecumenismo ‘pre' y ‘postconciliar' intentó devaluar, tanto teológica como litúrgicamente, su papel salvífico.
La Iglesia ha ido poco a poco, enseñada por el Paráclito según la promesa de Cristo, alcanzado una inteligencia de la fe cada vez más explícita respecto de las realidades de la salvación plenamente realizadas desde el nacimiento de la Iglesia.
Si la reflexión primitiva y el Magisterio se detuvieron, en los comienzos, en la figura de Cristo, más silenciosamente fue profundizándose en la figura de María. La Asunción de María, dogmáticamente proclamada por Pio XII en 1950, marcó otro hito importantísimo en la comprensión de lo mariano.
Así, finalmente, hoy, nos encontramos con que, a cada misterio cristológico, corresponde uno paralelo en la Mujer. A la Resurrección-Ascensión del varón; la Asunción de María. A la Navidad, la liturgia, tempranamente –al menos a partir del siglo VI‑ añadió la fiesta de la Natividad de María. A la concepción de Cristo en la Anunciación, hizo corresponder la Inmaculada Concepción. Al Cristo levantado en lo alto flameando en Cruz, colocó de pie, junto a El, a la Madre Dolorosa.
Podríamos abundar en estos paralelos que han hecho que, sin saber expresarse del todo, se declarara en diversas épocas a María como ‘Corredentora', ‘Mediadora de todas las gracias', ‘Reina', ‘Señora', la ‘siempre Virgen', la ‘Madre de la Iglesia', ‘elevada' –más técnicamente expresado- ‘a nivel hipostático'. Baste recorrer las invocaciones de sus letanías lauretanas.
La solemnidad de hoy, pues, celebra el nacimiento de la nueva Humanidad, la querida por Dios como fin de su Creación y, por ello, imperfecta y manchada si carente de gracia, mientras vivimos en este mundo.
María Inmaculada, desde su maternidad asumida por Dios, nos ayude también a nosotros, junto con Cristo, a regenerarnos como sus hijos, hombres nuevos, varones y mujeres nuevos, para la eternidad.
"Señora Nuestra Santísima, Madre de Dios, llena de gracia:
Tú eres la gloria de nuestra naturaleza humana,
por donde nos llegan los regalos de Dios.
Eres el ser más poderoso que existe, después de la Santísima Trinidad;
la Mediadora de todos nosotros ante el mediador que es Cristo;
Tú eres el puente misterioso que une la tierra con el cielo,
eres la llave que nos abre las puertas del Paraíso;
nuestra Abogada, nuestra Intercesora.
Tú eres la Madre de Aquel que es el ser más misericordioso y más bueno.
Haz que nuestra alma llegue a ser digna de estar un día
a la derecha de tu Único Hijo, Jesucristo. Amén!!"
Así oraba ya San Efrén en el año 333 DC
El varón unido a Dios, el primero de la nueva estirpe de los vencedores de la sierpe, el que más allá de su naturaleza humana respirará en sus propios pulmones de carne el soplo del espíritu, la vitalidad divina hecha uno con él, será precedido por la primer mujer de la nueva especie surgida, no de la evolución ni del cambio casual del código genético o su ingeniería, ni de la técnica humana, sino del mismo espíritu de Dios. "El espíritu santo descenderá sobre ti y el poder del altísimo te cubrirá con su sombra." Pero así como la Iglesia había comprendido -ya en el pensamiento de Juan y Pablo- que Cristo no había sólo conquistado su estar a la derecha del Padre y llevar el nombre que está sobre todo nombre recién en la Resurrección , sino que, desde siempre había sido el Hijo de Dios, así la Iglesia , poco a poco, se fue dando cuenta de que la mujer nueva, aquella sobre la cual había descendido el Espíritu divino para engendrar en Ella la vida del nuevo Adán, también desde siempre había sido santificada por la vitalidad divina. Al menos a partir del instante mismo de su concepción. Así se va haciendo cada vez más claro el dogma de la Inmaculada Concepción proclamado por Pío IX en 1854. Nunca -dice- hubo en ella naturaleza librada a sí misma, fue concebida pisando desde el vamos la cabeza viperina, mujer nueva, mujer perfecta, predestinada a ser madre de Dios y, después del nacimiento de su hijo primogénito, madre de multitud de hijos adoptivos. Definitiva, única, histórica y personal Eva, ahora sí madre de todos los verdaderamente vivientes.
'El hombre unido a Dios' no podía nacer ni en una cultura que no le permitiera comprenderse -de allí la larga preparación histórica de la cultura de Israel y, en paralelo, la cultura griega y romana- ni en una familia que no pudiera educarlo rectamente ni de una madre que no le pudiera transmitir la vida divina. Es por eso que, en vistas a Jesucristo y antes que él, aparece una Mujer nueva, un ser humano que, desde el primer momento de su vida, es decir de su concepción, ya viene liberada de pecado por la predestinación a la gracia. No hay un solo instante de su vida que no esté referida a su misión de Madre de Dios y por lo tanto a la gracia del hombre nuevo. Es la única persona humana que nace, que es concebida, a la manera de su Hijo, con la gracia, es decir carente del estado de pecado original.
Eso es lo que hoy celebra la Iglesia. La Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, el comienzo de la nueva y definitiva humanidad, el salto en la cadena evolutiva del hombre viejo, precario, destinado a la muerte, motivado aleatoriamente por sus egoísmos, al Hombre nuevo, en este caso a la Mujer nueva, la entregada a Dios y por eso capaz de vivir su Vida y llevar a la humanidad a la perfección.
La inmaculada Concepción es una fecha tan magna como la de la Encarnación, la Anunciación -que es la inmaculada, también, concepción de Jesús. María y Jesús, los dos únicos seres humanos que nacen en estado de gracia plena, sin pecado y por eso con la facultad de alcanzarnos esa gracia santificante, capaz de llevarnos a la vida eterna, a nosotros los que a ellos nos unimos por la fe.
La Inmaculada Concepción no es, pues, solo una fiesta piadosa. Es, en la historia del universo, un acontecimiento infinitamente más importante que la Revolución Francesa, que la aparición del primer 'homo sapiens', o de la formación de la primera célula viviente, o de cualquier fecha que el hombre conmemore con bombos y platillos.
Quiera la Santísima Virgen, mujer nueva, Madre natural y legítima de Jesús, madre adoptiva de la nueva raza de los hijos de Dios los hermanos de su hijo, hacernos tomar conciencia de esa nuestra dignidad y nos conduzca a comportarnos como hombres renacidos, como dignos hijos suyos, santos, herederos de vida eterna.
Fuente:catecismo.com.ar
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