La sociedad contemporánea ha vuelto al machismo de la antigüedad
El conocido mito del ‘andrógino' que Platón coloca en labios de Aristófanes en la primera parte del diálogo ‘El Banquete', sobre el amor. Al comienzo –cuenta- eran tres los géneros de los hombres: además del masculino y el femenino, había un tercero que participaba de los dos, el ‘andrógino'. Espaldas y costados formando un círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos rostros, cuatro orejas, etc. Esto les confería tal vigor y fuerza que atentaron ensoberbecidos contra los dioses. Entonces Zeus que no quería privarse del homenaje y sacrificios de los hombres, en lugar de matarlos, para quitarles las fuerzas los dividió por la mitad. Desde entonces –como en la misteriosa comunicación que cuentan los novelistas existe entre los siameses- las dos mitades tienden a reunirse para reintegrar el todo.
Mito parecido, recoge Beroso, el historiador caldeo del siglo III antes de Cristo, en el ámbito mesopotámico. Lo mismo nos cuenta el Rig Veda, de la India, y, según relata Frazer en ‘La Rama Dorada', leyendas semejantes se encuentran entre los maoríes y los birmanos. La mujer fue sacada de una mitad del hombre.
Los mismos elementos míticos los encontramos en el relato del Génesis (2, 4b. 7a. 18-24). La palabra hebrea que nosotros traducimos por ‘costilla' es de significado incierto. Se relaciona con una raíz sumeria que puede significar alternativamente ‘costilla', ‘costado', ‘mitad' o ‘vida'. Pero lo importante es aquí que, bajo el mismo lenguaje mitológico, se dicen cosas diferentes a la de los mitos griego o mesopotámico.
Recordemos que, en el mito relatado en El Banquete, además del ‘andrógino' existían dobles varones y dobles mujeres y Aristófanes hace toda una apología, en el Banquete, de la atracción entre las dos mitades, aún del mismo sexo, sobre todo del masculino, que privilegia sobre los otros. Si bien es verdad que Aristófanes es enemigo de Sócrates y este discurso está puesto en sus labios.
En el poema mesopotámico de Gilgamesh el hombre primitivo, Enkidu, tiene también que salir de la estepa y dejar la compañía de los animales para hacerse humano –como ha ‘adam , el hombre, que no encontró en ellos –dice el Génesis- la ‘ayuda adecuada'. Pero la ayuda adecuada Enkidu no la encuentra en la mujer, que solo sirve para su placer, sino en el varón, Gilgamesh.
Así como la mujer es puesta frente al hombre cuando se la presenta Dios al despertar del sueño -después de afirmar “Voy a hacerle una ayuda semejante a él”- así Gilgamesh oye en sueños, antes de la aparición de Enkidu: “Te pondré frente a ti, alguien paralelo a ti […] un fuerte guerrero que nunca te abandonará”.
Ese es el ambiente contra el cual el autor del Génesis polemiza. Ambiente en donde la mujer es considerada un ser inferior, casi un animal, una esclava del varón, solo para trabajar, servirle y darle hijos, pero con la cual es imposible la amistad y complementariedad. Estas solamente pueden hallarse en la amistad entre varones. “La mujer” –decía Aristóteles- “tiene un alma imperfecta”, es un ‘mas occasionatum', un varón defectuoso. Hasta pueden aquí detectar los psicoanalistas al que llaman ‘complejo de castración'.
El asunto es que la alegría que siente Gilgamesh cuando se encuentra con Enkidu, en el relato bíblico es atribuida al varón cuando aparece la mujer: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!
Algo semejante quiere afirmar el primer relato de la creación del hombre, el del capítulo primero, más abstracto, y que utiliza un lenguaje menos mítico. “Y Dios creó al hombre a Su imagen; lo creo a imagen de Dios, los creó varón y mujer”. El hombre, ‘la imagen de Dios' no es el varón, es el varón y la mujer.
Esta es la primera declaración de la igual dignidad de la mujer con el varón en la historia. Lo humano no es solo lo masculino. Lo masculino solo, es inhumano. Lo humano es lo masculino ‘y' lo femenino. Y, contra el mito platónico, la intersexualidad auténtica y personalizadora solo puede darse en el amor entre el varón y la mujer.
En esto la sociedad contemporánea ha vuelto al machismo de la antigüedad. Tanto se desprecia lo femenino –que como tal solo vale como objeto de consumo erótico del macho- que la mujer misma, convencida de la superioridad del varón, lanza como bandera feminista -¡oh paradoja- el ser y actuar ‘igual' que el varón...
Esta complementariedad mutua de lo masculino y lo femenino es necesaria no solo en lo personal y familiar sino también en lo social si se quiere llevar adelante un mundo verdaderamente humano. Mundo bestial el de la virilidad desorbitada privada de lo femenino.
Claro que este equilibrio tampoco se da cuando las mujeres quieren parecerse en su actuar a los varones. Lo que suele traer como consecuencia, y quién sabe por qué extraña ley de compensaciones, que cada vez haya más varones que se parecen a mujeres.
Bien es verdad que esta complementariedad se da normalmente en el ámbito de lo personal y familiar. Y allí –salvos otros caminos queridos por Dios–en la institución natural del matrimonio.
Porque, vean, aquí, en la Biblia, no se trata del mero impulso erótico del hombre hacia la mujer –hacia la ‘Afrodita Pandemos'- como en El Banquete de Platón y, mucho menos, del puramente sexual –hacia la ‘Afrodita Pankoinos' o ‘Venus Meretrix', como allí mismo se critica. En este orden de lo ‘solamente' sexual no hay verdadera complementariedad, sino atracción pasajera y a nivel del puro ‘concupiscible' –‘epithimía', diría Platón- por definición egoísta. Cosa que describe bien Freud cuando habla de los elementos sádicos, de agresividad y de domino, del puro acto sexual. Incluso el lenguaje lo manifiesta. Véase nuestra expresión porteña más chabacana o la más tradicional ‘poseyó a una mujer'. Y no vaya a creerse que esto es solo propio del varón. Los psicólogos modernos, más allá de Freud, descubren actitud similar en la mujer: la de la ‘planta' o ‘flor carnívora' o ‘araña' que se cierra debajo de su presa -según ellos-.
No, la Biblia habla de otra cosa. De un amor que no es posesión, absorción, consumo, deseo, sino de un amor y convivencia que es entrega, donación total de sí mismos, para la construcción de una unidad superior y permanente. “Varón y mujer a imagen de Dios los creó”. A ese nivel en el cual el cristianismo instala el mismo ser de Dios: “Dios es Caridad”. Y ya sabemos que ‘una sola carne' en el lenguaje bíblico no mira solo al cuerpo como distinto del espíritu, sino al hombre en su unidad substancial, en su ser único y personal.
Por eso, no por un encuentro fugaz y placentero, “deja a su padre y a su madre”. En una expresión que luego el evangelio utilizará para describir el amor total y no atado ni a condición ni a tiempo ni a nada ni nadie que el cristiano ha de tenerle a Él: “el que no es capaz de dejar padre, madre […] no es digno de ser mi discípulo” (Lucas 14,26).
De allí que al tornarlo ahora en sacramento y en signo del amor que El tiene por la Iglesia, Jesús vuelve a recordar el propósito fundante original de Dios respecto del matrimonio, deformado luego por el egoísmo y el pecado de los hombres.
Y, en labios de Jesús (Marcos 10, 2-16) el relato alcanza ahora resonancias plenas. Porque ahora sabemos mejor qué es haber sido creados a imagen de Dios. El es Caridad, Amor y Jesús –dice San Pablo- es la imagen perfecta de ese Dios que es Amor. Y Jesús se manifiesta sobre todo en y como entrega. Entrega total, plena y sin retorno, sin condiciones, para siempre. Hasta la muerte, y muerte de cruz.
Esa es la sublime vocación del hombre: deificarse en el amor, cosa que realiza sacramentalmente el matrimonio cuando a través de la entrega mutua se resucita al yo común vivificado por el Espíritu.
Quien vive su matrimonio –o su entrega a Dios celibataria- debajo de esto falsifica, adultera su vocación.
Si alguien quiere casarse, pues, y es hombre y es cristiano, no puede conformarse con menos que esto, pase lo que pase y suceda lo que suceda.
De allí para abajo nada es divino y, por lo tanto, nada es, para él, auténticamente humano y, por eso, aún en los casos más aparentemente razonables: “Quien se divorcia de su mujer y se casa con otra, adultera”
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