La Resurrección como nuevo Génesis para la mujer

Foto de Ivan Samkov

El primer día de la semana, cuando todavía estaba oscuro... comienza nuestro evangelio de Jn 20,1-9. El evangelista, Juan, el discípulo amado, ya ha jugado en su Prólogo con el paralelo del primer día de la creación: "En el principio era el Verbo -la Palabra-", se armonizaba con "En el principio (la palabra de) Dios creó los cielos y la tierra". Ahora, en la tenue línea de la aurora que nos separa de la Nueva Creación, Juan nos señala que todo aún era oscuro, tal el Génesis, diciendo "las tinieblas cubrían la superficie del abismo [...] la tierra era algo vacío".

El primer día de la semana, Jerusalén amanecía oscura y vacía. Sus calles, desiertas; ventanas y puertas cerradas; las voces acalladas después del regocijo de la Pascua. Un reducido grupo de hombres y mujeres temerosos, adormilados, cansados sus ojos de tanto llorar, permanecían encerrados en la casa. Solo algunas de las mujeres se movían a esa hora. Ahora que había finalizado el sábado, cuando nada era lícito hacer, habían preparado sus ungüentos y se disponían a salir, afrontando las tinieblas exteriores, ellas que cargaban sus propias penumbras. Querían ver a Jesús una vez más, la última, y rendirle el postrer homenaje, ungiendo su Cuerpo destrozado.

¿Cuántas eran?, poco importa. Juan relata que solo una llegó la primera: María Magdalena. El jardín estaba desolado. Los guardias que, a pedido de los sacerdotes judíos, había dispuesto Poncio Pilato junto a la tumba, no se veían por ningún lado. Ni el jardinero.

"El día en que hizo el Señor Dios la tierra y el cielo",-dice el Génesis- "no había aún en la tierra arbusto alguno del campo, y ninguna hierba del campo había germinado todavía, pues el Señor Dios no había hecho llover sobre la tierra, ni había hombre que labrara el suelo. Pero un manantial brotaba de la tierra ...".

No había hombre alguno en el jardín. Pero María Magdalena encontró la losa quitada.

Desesperada, pues temía que se hubiesen llevado el cuerpo de su Señor, corrió a avisar a Simón Pedro. Y ella misma regresó, precediendo a los dos discípulos. Y se quedó afuera del sepulcro, llorando, pues le había sido arrebatada la última gracia: ver a su muerto.

María Magdalena, tierra oscura y vacía, tierra aún no cultivada, tierra yerma, pues no había hecho aún Dios llover sobre ella, ni estaba todavía el Hombre nuevo que la labraría. Pero ya, un manantial brotaba de su corazón.

"El ruido de los pasos del Señor, que se paseaba por el jardín", narra el Génesis que oyeron Eva y Adán. "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?". Escuchó la Voz a sus espaldas, pero ni siquiera miró a quien le hablaba. "Mujer, ¿a quién buscas?" Era el Jardinero quien le hablaba, el Hombre que haría "brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer". Pero la Magdalena no lo reconoció. Pensó que era un extraño. No sabía quién era el que le hablaba. No veía a su Dios y Señor que permanecía junto a ella. No se daba cuenta de que la luz había ya vencido a las tinieblas y que el día de la nueva creación despuntaba. Ella continuaba aún oscura y vacía, despojada de las reliquias de Jesús, privada de la vista de su Amado.

"Entonces, el Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida". Jesús, mirándola con infinita ternura, le dijo entonces: "María". Y con su Palabra le dio "ojos que ven, oídos que escuchan y un corazón que entiende", pues era ya, como en otro lugar dice Juan, "llegada la hora en que los muertos oirán la Voz del Hijo de Dios y los que la oyeren vivirán".

En María Magdalena está la Iglesia toda; está cada una de las mujeres, todas aquellas sobre quienes el Señor Dios insufló el aliento de Vida en las aguas del bautismo. 

Habríamos nacido para la muerte si Cristo no hubiera muerto y resucitado. Seríamos solo tierra que vuelve a la tierra, habitualmente confusa y vacía, incapaz de producir de sí árboles de buenos y sabrosos frutos, si el nuevo Adán no hubiese sido formado en la carne pura de la Virgen; si no hubiese sujetado su cuerpo a la Cruz para ingresar, a través de ella, en el relumbre pleno de Dios.

Fuente: catecismo.com.ar

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