La vida de las mujeres como revelación de valores (8M)
Con respecto a la Iglesia, el signo de la mujer es más que nunca central y fecundo. Ello depende de la identidad misma de la Iglesia, que ésta recibe de Dios y acoge en la fe. Es esta identidad «mística», profunda, esencial, la que se debe tener presente en la reflexión sobre los respectivos papeles del hombre y la mujer en la Iglesia.
Ya desde las primeras generaciones cristianas, la Iglesia se consideró una comunidad generada por Cristo y vinculada a Él por una relación de amor, que encontró en la experiencia nupcial su mejor expresión. Por ello la primera obligación de la Iglesia es permanecer en la presencia de este misterio del amor divino, manifestado en Cristo Jesús, contemplarlo y celebrarlo. En tal sentido, la figura de María constituye la referencia fundamental de la Iglesia. Se podría decir, metafóricamente, que María ofrece a la Iglesia el espejo en el que es invitada a reconocer su propia identidad así como las disposiciones del corazón, las actitudes y los gestos que Dios espera de ella...
Mirar a María e imitarla no significa, sin embargo, empujar a la Iglesia hacia una actitud pasiva inspirada en una concepción superada de la femineidad. Tampoco significa condenarla a una vulnerabilidad peligrosa, en un mundo en el que lo que cuenta es sobre todo el dominio y el poder. En realidad, el camino de Cristo no es ni el del dominio (ver Fil 2, 6), ni el del poder como lo entiende el mundo (ver Jn18,26). Del Hijo de Dios aprendemos que esta «pasividad» es en realidad el camino del amor, es poder real que derrota toda violencia, es «pasión» que salva al mundo del pecado y de la muerte y recrea la humanidad...
Muy lejos de otorgar a la Iglesia una identidad basada en un modelo contingente de femineidad, la referencia a María, con sus disposiciones de escucha, acogida, humildad, fidelidad, alabanza y espera, coloca a la Iglesia en continuidad con la historia espiritual de Israel. Estas actitudes se convierten también, en Jesús y a través de él, en la vocación de cada bautizado.
Prescindiendo de las condiciones, estados de vida, vocaciones diferentes, con o sin responsabilidades públicas, tales actitudes determinan un aspecto esencial de la identidad de la vida cristiana. Aun tratándose de actitudes que tendrían que ser típicas de cada bautizado, de hecho, es característico de la mujer vivirlas con particular intensidad y naturalidad. Así, las mujeres tienen un papel de la mayor importancia en la vida eclesial, interpelando a los bautizados sobre el cultivo de tales disposiciones, y contribuyendo en modo único a manifestar el verdadero rostro de la Iglesia, esposa de Cristo y madre de los creyentes.
En esta perspectiva también se entiende que el hecho de que la ordenación sacerdotal sea exclusivamente reservada a los hombres no impide en absoluto a las mujeres el acceso al corazón de la vida cristiana. Ellas están llamadas a ser modelos y testigos insustituibles para todos los cristianos de cómo la Esposa debe corresponder con amor al amor del Esposo.
En Jesucristo se han hecho nuevas todas las cosas (ver Ap 21,5). La renovación de la gracia, sin embargo, no es posible sin la conversión del corazón. Mirando a Jesús y confesándolo como Señor, se trata de reconocer el camino del amor vencedor del pecado, que Él propone a sus discípulos.
Así, la relación del hombre con la mujer se transforma, y la triple concupiscencia de la que habla la primera carta de S. Juan (ver 1Jn 2,15-17) cesa su destructiva influencia. Se debe recibir el testimonio de la vida de las mujeres como revelación de valores, sin los cuales la humanidad se cerraría en la autosuficiencia, en los sueños de poder y en el drama de la violencia. También la mujer, por su parte, tiene que dejarse convertir, y reconocer los valores singulares y de gran eficacia de amor por el otro del que su femineidad es portadora. En ambos casos se trata de la conversión de la humanidad a Dios, a fin de que tanto el hombre como la mujer conozcan a Dios como a su «ayuda», como Creador lleno de ternura y como Redentor que «amó tanto al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16)...
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