El papel insustituible de la mujer (8M)

Entre los valores fundamentales que están vinculados a la vida concreta de la mujer se halla lo que se ha dado en llamar la «capacidad de acogida del otro». No obstante el hecho de que cierto discurso feminista reivindique las exigencias «para sí misma», la mujer conserva la profunda intuición de que lo mejor de su vida está hecho de actividades orientadas al despertar del otro, a su crecimiento y a su protección.

Esta intuición está unida a su capacidad física de dar la vida. Sea o no puesta en acto, esta capacidad es una realidad que estructura profundamente la personalidad femenina. Le permite adquirir muy pronto madurez, sentido de la gravedad de la vida y de las responsabilidades que ésta implica. Desarrolla en ella el sentido y el respeto por lo concreto, que se opone a abstracciones a menudo letales para la existencia de los individuos y la sociedad. En fin, es ella la que, aún en las situaciones más desesperadas —y la historia pasada y presente es testigo de ello— posee una capacidad única de resistir en las adversidades, de hacer la vida todavía posible incluso en situaciones extremas, de conservar un tenaz sentido del futuro y, por último, de recordar con las lágrimas el precio de cada vida humana.

Aunque la maternidad es un elemento clave de la identidad femenina, ello no autoriza en absoluto a considerar a la mujer exclusivamente bajo el aspecto de la procreación biológica. En este sentido, pueden existir graves exageraciones que exaltan la fecundidad biológica en términos vitalistas, y que a menudo van acompañadas de un peligroso desprecio por la mujer. La vocación cristiana a la virginidad —audaz con relación a la tradición veterotestamentaria y a las exigencias de muchas sociedades humanas— tiene al respecto gran importancia. Ésta contradice radicalmente toda pretensión de encerrar a las mujeres en un destino que sería sencillamente biológico. Así como la maternidad física le recuerda a la virginidad que no existe vocación cristiana fuera de la donación concreta de sí al otro, igualmente la virginidad le recuerda a la maternidad física su dimensión fundamentalmente espiritual: no es conformándose con dar la vida física como se genera realmente al otro. Eso significa que la maternidad también puede encontrar formas de plena realización allí donde no hay generación física. [Juan Pablo II, Familiaris consortio, 41; CDF, Donum vitae , II, 8]

Faltonia Proba (322-370), primera mujer escritora cristiana

En tal perspectiva se entiende el papel insustituible de la mujer en los diversos aspectos de la vida familiar y social que implican las relaciones humanas y el cuidado del otro. Aquí se manifiesta con claridad lo que el Santo Padre ha llamado el genio de la mujer. Ello implica, ante todo, que las mujeres estén activamente presentes, incluso con firmeza, en la familia, «sociedad primordial y, en cierto sentido, "soberana"'» [Juan Pablo II, Carta a las familias, 17], pues es particularmente en ella donde se plasma el rostro de un pueblo y sus miembros adquieren las enseñanzas fundamentales. Ellos aprenden a amar en cuanto son amados gratuitamente, aprenden el respeto a las otras personas en cuanto son respetados, aprenden a conocer el rostro de Dios en cuanto reciben su primera revelación de un padre y una madre llenos de atenciones. Cuando faltan estas experiencias fundamentales, es el conjunto de la sociedad el que sufre violencia y se vuelve, a su vez, generador de múltiples violencias. Esto implica, además, que las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales.

Sin embargo, no se puede olvidar que la combinación de las dos actividades —la familia y el trabajo— asume, en el caso de la mujer, características diferentes que en el del hombre. Se plantea por tanto el problema de armonizar la legislación y la organización del trabajo con las exigencias de la misión de la mujer dentro de la familia. El problema no es solo jurídico, económico u organizativo, sino ante todo de mentalidad, cultura y respeto. Se necesita, en efecto, una justa valoración del trabajo desarrollado por la mujer en la familia. En tal modo, las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente. Por otra parte, las que deseen desarrollar también otros trabajos, podrán hacerlo con horarios adecuados, sin verse obligadas a elegir entre la alternativa de perjudicar su vida familiar o de padecer una situación habitual de tensión, que no facilita ni el equilibrio personal ni la armonía familiar. Como ha escrito Juan Pablo II, «será un honor para la sociedad hacer posible a la madre —sin obstaculizar su libertad, sin discriminación sicológica o práctica, sin dejarle en inferioridad ante sus compañeras— dedicarse al cuidado y a la educación de los hijos, según las necesidades diferenciadas de la edad» [Carta Enc. Laborem exercens, 19].

En todo caso, es oportuno recordar que los valores femeninos apenas mencionados son ante todo valores humanos: la condición humana, del hombre y la mujer creados a imagen de Dios, es una e indivisible. Solo porque las mujeres están más inmediatamente en sintonía con estos valores, pueden llamar la atención sobre ellos y ser su signo privilegiado. Pero en última instancia, cada ser humano, hombre o mujer, está destinado a ser «para el otro». Así se ve que lo que se llama «femineidad» es más que un simple atributo del sexo femenino. La palabra designa efectivamente la capacidad fundamentalmente humana de vivir para el otro y gracias al otro.

Por lo tanto, la promoción de las mujeres dentro de la sociedad tiene que ser comprendida y buscada como una humanización, realizada gracias a los valores redescubiertos por las mujeres. Toda perspectiva que pretenda proponerse como lucha de sexos solo puede ser una ilusión y un peligro, destinados a acabar en situaciones de segregación y competición entre hombres y mujeres, y a promover un solipsismo, que se nutre de una concepción falsa de la libertad.

Sin prejuzgar los esfuerzos por promover los derechos a los que las mujeres pueden aspirar en la sociedad y en la familia, estas observaciones quieren corregir la perspectiva que considera a los hombres como enemigos que hay que vencer. La relación hombre-mujer no puede pretender encontrar su justa condición en una especie de contraposición desconfiada y a la defensiva. Es necesario que tal relación sea vivida en la paz y felicidad del amor compartido.

En un nivel más concreto, las políticas sociales —educativas, familiares, laborales, de acceso a los servicios, de participación cívica— si bien, por una parte, tienen que combatir cualquier injusta discriminación sexual, por otra deben saber escuchar las aspiraciones e individuar las necesidades de cada cual. La defensa y promoción de la idéntica dignidad y de los valores personales comunes deben armonizarse con el cuidadoso reconocimiento de la diferencia y la reciprocidad, allí donde eso se requiera para la realización del propio ser masculino o femenino.

Carta sobre las mutuas relaciones entre varones y mujeres, Capítulo III

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