La carne no debe devorar al amor

 

La sonata a Kreutzer

El cuerpo, además de expresar el amor, puede también expresar sus miserias. Sí, el cuerpo tiene poder de comunicación y es lugar de intercambio, pero también puede ser un factor de aislamiento y una fuente de opacidad. Incluso en la unión sexual los dos componentes de la pareja, esposo y esposa, pueden permanecer profundamente extraños el uno al otro. Y en vez de manifestar el amor, se pone de manifiesto el impulso del instinto, el ímpetu anárquico, la violencia ciega, que recuerda el salvajismo animal y disimula una amenaza de muerte. 

En este sentido, nuestro cuerpo encierra una ambigüedad. Puede ser vehículo de amor o vehículo de instinto ciego. Y cuando entra el instinto ciego, entonces hay egoísmo y satisfacción propia, desligada de la hondura del verdadero amor. 

Nuestro cuerpo tiene que ser siempre vehículo y manifestación del amor espiritual, limpio, hermoso y desinteresado. De lo contrario, el cuerpo devora, acapara, pudriendo y envenenando las relaciones sexuales entre los esposos. En esas uniones íntimas, se debe entregar toda la persona, alma y cuerpo, sentimiento y afecto, amistad, fe y religiosidad. 

No sé si has leído “La sonata a Kreutzer” del escritor realista ruso León Tolstoi. Esta pequeña y terrible novela supongo que desconcertará a muchos lectores contemporáneos, porque muchas cosas han cambiado desde que se escribió, a finales del siglo XIX e inicios del XX. Pero me temo que no pocas sigan siendo válidas. 

Tolstoi trata de demostrar en esa novela que el amor, el verdadero amor, está corrompido en la mayoría por el deseo carnal. Externamente, es la simple historia de un marido celoso que acuchilla un día a su mujer. Pero la clave de arco de su historia es esa podredumbre del amor, de la que también habló George Bernanos. 

El novelista ruso –que escribe esta historia en una crisis místico-puritana-religiosa de sus últimos años- acusa a una humanidad que ha entronizado la carne y que llama “amor” a lo que es puro atractivo sexual. Por eso, esos dos seres que se han elegido para amarse, se odian. ¿Por qué? ¿Qué veneno ha emponzoñado su amor? Un mundo que les ha enseñado que el deseo lo es todo, que todo debe subordinarse a él, que el vicio es lo normal entre los hombres. No se casó con una persona, sino con la carne. 

Y por eso, le fue como le fue: 
“El amor se había extinguido –cuenta Tolstoi- una vez que la sensualidad había sido satisfecha y habíamos quedado el uno frente al otro, con nuestros verdaderos sentimientos, es decir, dos egoístas, dos extraños, deseosos de obtener el uno del otro la mayor cantidad posible de placer”. 
Luego vendría la larga y lenta crecida del odio progresivo. Y ya sólo sería necesaria la chispa de los celos para conducir al estallido y a la muerte. 

Sólo después de cometido el crimen dirá el protagonista: 
“Después contemplé su rostro golpeado y amoratado, y por primera vez, olvidando mi persona, mis derechos, mi orgullo, vi en ella una criatura humana”. 
 Esta es la clave de la historia de Poznichev y su mujer, narrada por León Tolstoi en esta novela. Han convivido una serie de años, pero no se han visto, no se han visto como seres humanos. Se han tapado el uno al otro con su carne, con su orgullo, con sus supuestos derechos personales. 

Esta novela de Tolstoi es, desde luego, una caricatura del amor. 

Ojalá que no te pase a ti lo mismo. La carne no debe devorar al amor. Al contrario, el amor verdadero debe ennoblecer y encauzar la carne. 

En cuanto entiendas que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, entonces no te parecerá demasiado la exigencia del sexto mandamiento, que encauza, orienta y regula esta tendencia fuerte que todo hombre tiene de disfrutar de estos placeres del cuerpo sin medida y sin referencia alguna al plan de Dios para la sexualidad.

Autor: P. Antonio Rivero

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