El estatus social de las mujeres en las cartas de Pablo


 

Algunos pasajes bíblicos, particularmente paulinos, invitan a reflexionar sobre lo que, en el Canon del Antiguo Testamento, pero también en el Nuevo Testamento, hay que considerar como permanente y lo que, ligado a una cultura, a una civilización e incluso a las categorías de una época determinada, habría que relativizar. El estatus de las mujeres en el epistolario paulino plantea este tipo de cuestiones.

a. La sumisión de la mujer a su marido

En las cartas a los Colosenses (3,18), a los Efesios (5,22-33) y a Tito (2,5) Pablo pide a las mujeres que se sometan a sus maridos; al hacerlo, sigue los usos griegos y judíos, según los cuales las mujeres tenían un estatus social inferior al de los hombres. La exhortación parece no seguir Gal 3,28, donde se declara que en la iglesia no debe haber discriminaciones, ni entre judíos y griegos, ni entre libres y esclavos, ni entre hombres y mujeres.

En los textos de Efesios y Colosenses la sumisión de la mujer no se basa en normas sociales vigentes en aquella época, sino en la actuación del marido, actuación que tiene su origen en el agape, cuyo modelo es el amor del mismo Cristo por su Cuerpo, la Iglesia. Pese a ello, se ha acusado a Pablo de invocar este ejemplo sublime para mantener con mayor facilidad el sometimiento de la mujer y, al hacerlo, de someter los cristianos a los valores del mundo; dicho en otros términos, ¡de alejarse del Evangelio!

A estas objeciones se responde diciendo que Pablo no insiste en la sumisión de las mujeres –las motivaciones correspondientes son brevísimas–, sino más bien en el amor que el marido debe mostrar a la mujer, un amor que para Pablo es la condición, no solo de la unión y de la unidad del matrimonio, sino también de la sumisión y de la veneración de la mujer por el marido. La superioridad del estatus social del marido, que constituye la primera motivación (Ef 5,23), desaparece totalmente del horizonte al final de la argumentación. Lo que se debe mantener es, pues, el modo en el que, independientemente del papel que la sociedad de entonces fijaba para cada uno de los cónyuges, Pablo quiere favorecer la renovación del comportamiento del marido, cuyo estatus era socialmente superior. Por otra parte, la sumisión de la mujer al marido no debe separarse de Ef 5,21, donde Pablo afirma que todos los creyentes deben “someterse unos a otros”.

Con todo, queda una dificultad. ¿De qué sirve recurrir a un modelo cristológico y eclesial, si no se señala que el rango inferior de la mujer no es pertinente en la Iglesia, puesto que todos los creyentes tienen la misma dignidad y tienen un solo y único Señor, Cristo? Es preciso excluir que Pablo haya podido comprometerse con valores mundanos. En realidad él no propone nuevos modelos sociales, sino que, sin modificar materialmente los de su época, invita a interiorizar relaciones o reglas sociales declaradas estables y duraderas en una determinada época –la del siglo primero–, de modo que pudieran vivirse de acuerdo con el Evangelio.

Así, pues, se puede lamentar, después de tantos siglos, que Pablo no haya afirmado claramente en estas cartas la igualdad de los cónyuges creyentes en el estatus social, pero reconociendo que su modo de actuar era seguramente el único posible en aquella época –de otro modo el cristianismo habría podido ser acusado de minar el orden social–. Pese a todo, la exhortación a los maridos no ha perdido nada de su actualidad y de su verdad.

b. El silencio de las mujeres en las asambleas eclesiales

También el pasaje de 1 Cor 14,34-38 plantea ciertas dificultades, porque Pablo pide a las mujeres que callen durante las asambleas: 

“Como en todas las Iglesias de los santos, que las mujeres callen en las asambleas, pues no les está permitido hablar; más bien, que se sometan, como dice incluso la ley. Pero si quieren aprender algo, que pregunten en casa a sus maridos, pues es indecoroso que las mujeres hablen en la asamblea”. 

Estos verículos pareen contradecir lo afirmado en 1 Cor 14,31 (“podéis profetizar todos”) y 1 Cor 11,5, donde se haba de mujeres que profetizan en las asambleas. Pues bien, los enunciados de 1 Cor 14,34-38 deben ser contextualizados, es decir, interpretados en relación con los versículos precedentes sobre la profecías. Pablo no pretende decir, ciertamente, que las mujeres no están autorizadas a profetizar (cf. 11,5), sino que no deben valorar ni juzgar en la asamblea (v. 29) las profecías de sus maridos. Los principios que subyacen a una prohibición como esta son los del respeto, la concordia entre los cónyuges y el buen orden en las asambleas. Si estos principios siguen siendo válidos aún hoy, su aplicación depende evidentemente del status de las mujeres en las respectivas civilizaciones y culturas. Pablo no hace del silencio de las mujeres un valor absoluto, sino que lo considera un medio adecuado a la situación de las asambleas de entonces. Y hoy no debemos confundir los principios con su aplicación, que está siempre determinada por el contexto social y cultural.

c. El papel de las mujeres en las asambleas

Más difícil y menos defendible, si se entiende como un principio absoluto, es el modo en que 1 Tm 2,11-15 justicia el estatus inferior de las mujeres en el ámbito social y eclesial: 

“Que la mujer aprenda sosegadamente y con toda sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni que se arrogue autoridad sobre el hombre, sino que permanezca sosegada. Pues primero fue formado Adán; después, Eva. Además, Adán no fue engañado; en cambio, la mujer, habiendo sido engañada, incurrió en transgresión, aunque se salvará por la maternidad, si permanece en la fe, el amor y la santidad, junto con la modestia”. 

El contexto sigue siendo el de las asambleas eclesiales compuestas de hombre y mujeres. Pablo no pide a las mujeres que callen ni les impide que profeticen; la prohibición se refiere únicamente a la enseñanza y a los carismas de gobierno. La idea es más o menos la de los casos precedentes: la enseñanza y el gobierno estaban reservados en aquella época a los varones, y Pablo quiere que se respete este orden social, considerado entonces como natural (cf. Ya 1 Cor 11,3: “la cabeza de la mujer es el varón”).

Lo que crea dificultades no es tanto esta idea –porque, como se ha dicho más arriba, puede adaptarse a la cultura y a la sociedad en la que se vive–, sino más bien el modo en que se justifica, es decir, mediante una interpretación problemática de los relatos de Gn 2-3: el orden creado (el hombre es superior porque fue creado primero que la mujer: cf. Gén 2,18-24) y la caída de la mujer en el paraíso. Pues bien, la lectura que hace 1 Tm del relato de Gn 3 se encontraba ya en Eclo 25,24 y en otros escritos, como por ejemplo, en el escrito judío apócrifo Vida de Adán y Eva o Apocalipsis de Moisés en su traducción griega. La mujer se dejó engañar por la serpiente, pecó y fue responsable de la muerte de toda la especie humana; por ello debe comportarse modestamente y no pretender dominar al hombre. Esta lectura está influida claramente por el modo en el que se concebía y se justificaba entonces el respectivo estatus social del hombre y la mujer; por otra parte, no es compatible con 1 Cor 15,21-22 e Rm 5,12-21; además refleja una situación eclesial en la que era preciso encontrar argumentos de autoridad para responder a las mujeres que se quejaban de no poder ejercer dichos papeles en las asambleas eclesiales. Se pone de manifiesto que esta lectura de Gén 2–3 está condicionada por las circunstancias del siglo primero. Sin embargo, una interpretación correcta de un pasaje bíblico –aquí, de Gn 2–3– debe asumir y respetar la intentio textus.

PCB

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